«Julio es una mala época para morir. Morir cuando la mayor parte de la gente planifica las vacaciones o ya está disfrutando de ellas, hace más duro, todavía, el trance para las familias. Y, si encima, la fecha del deceso se produce cinco días antes de que la ciudad viva un acontecimiento «de interés mundial», la muerte se convierte en «molesta» para algunos».
Las palabras son de una de las víctimas del accidente de metro ocurrido el 3 de julio de 2006, en Valencia, en el que fallecieron 43 personas. El acontecimiento de interés mundial era la visita del Papa Benedicto XVI, para la que empezaba a engalanarse (y despilfarrar el dinero que no tenía) la ciudad. Los molestos, el gobierno presidido por Francisco Camps y la empresa de Ferrocarriles de la Generalitat Valenciana.
Laura Ballester no viajaba en aquel tren, ni siquiera tenía un familiar o un amigo que hubiera hecho aquel fatídico trayecto y, sin embargo es, posiblemente, de las personas que mejor conoce lo que ocurrió ese día en el subterráneo de la ciudad. Laura Ballester es periodista. Pero no comulga con esa nueva moda profesional que tiene como objetivo ser influyente. Su compromiso es el que siempre ha guiado este oficio: contar las cosas y buscar la verdad. Su libro «Lluitant contra l’oblit» (Sembra Llibres) es el mejor ejemplo. Su tenacidad, su trabajo diario y su labor de investigación mantuvo encendido el recuerdo de unas víctimas que sólo querían saber porqué habían muerto sus familiares.
Se trata de un libro necesario y que, más allá del propio siniestro, retrata una época funesta en esta región, entregada a la megalomanía de sus dirigentes, apoyada por las sucesivas mayorías absolutas que conquistaban. Ballester traza con obsesiva precisión el relato de los hechos. Apunta, desmonta y aclara cualquier argumentación intoxicada que intencionadamente quiere reconducir la historia. Las cosas se pueden hacer mal, rematadamente mal o como se hicieron en las horas posteriores al accidente. Todo lo que envuelve a las cajas negras, los fallos de seguridad denunciados previamente al horrible suceso y ocultados, la desaparición y destrucción de pruebas principales, el mal estado de la línea y los trenes viejos, las medidas de previsión que se podían haber adoptado… pero sobre todo la actitud indigna de querer salvar el pellejo, que gobernantes y responsables de FGV, antepusieron al dolor de unas personas. Lo fácil era culpar al conductor (además fallecido en la catástrofe) y eludir responsabilidades. Es lo que hicieron.
Hay fragmentos que cuesta leer sin que produzcan arcadas. Sucesos propios de telefilms de mediodía, como el trabajo de H&M Sanchis, la consultora de comunicación que adoctrinó a los empleados de FGV (según desveló uno de ellos) antes de que tuvieran que declarar. La mariscada con que se celebró el final de la (supuesta) comisión de investigación en la que, como si se tratara de un partido de fútbol, se comentaron las mejores jugadas, resulta nauseabunda y una falta de respeto hacia las víctimas que ningún perdón podrá revocar. O la actitud de personajes principales (como Francisco Camps) u otros que podrían aparecer como secundarios (la jueza Nieves Molina, la ex-gerente de FGV Marisa Gracia), pero cuyas decisiones eran decisivas.
Luchar contra el olvido es lo que deberían hacer todos los periodistas. Laura Ballester -y otros compañeros suyos de El Mundo o Barret Films– lo hicieron. Pero algunos, como Canal 9, no, por mucho que el día de su esperpéntico cierre quisieran lavar sus conciencias de manera express. Una nómina no puede estar por encima de cuarenta y tres muertos jamás. Laura Ballester trabaja en el diario Levante. En sus páginas colaboran Lluís Motes y Josep Sastre. Ambos tuvieron responsabilidad en la televisión autonómica, durante los años del accidente y posteriores, y optaron por el silencio. Es algo que el periódico en cuestión no debería olvidar. Por el magnífico trabajo realizado por Laura, por las víctimas y por la salud del periodismo.