La periodista Marta D. Riezu es una voz escuchada y que crea comunidad, basta pasearse por su Instagram para comprobar cómo el número de emojis es inversamente proporcional a la calidad de comentarios respondidos. Entrenada en diferentes lides (festivales de música, programas televisivos sobre libros, comunicación para marcas, articulista en casi todos los medios de referencia de este país…), la moda no le es ajena: durante más de una década ejerció la comunicación en el showroom del periodista y coleccionista Felipe Salgado “aprendí de un jefe con un ojo infalible para distinguir una prenda con enjundia de un sucedáneo” (el Museo del Traje adquirió su colección personal en el 2017). Y ojalá sean esas historias (ella que no publica stories) las que algún día nos cuente en forma de nuevo libro, porque su reciente carrera editorial está jalonada con dos flamantes títulos: el agotadísimo y ya referencia deseada, Agua y Jabón (Terranova), que es un compendio de sus reflexiones sobre filias, fobias, el arte de vestirse y en definitiva de vivir, que sus seguidores han podido ir desgranando en su mayor parte en su única red social. Y el ensayo sobre la urgencia de vestirse (con cabeza) que es La moda justa. Una invitación a vestir con ética (Anagrama, en su colección Nuevo cuadernos)), un ensayo pequeño y pertinente que resulta más próximo (en tono y fondo) que el Fashionopolis, de Dana Thomas.
Sus opiniones sobre la moda, el consumo que nos devora y devoramos, o nuestra relación con la ropa, no están condicionadas por ninguna cabecera o grupo editorial y deberían ocupar un espacio menos al margen (un margen que cada vez se amplía más en seguidores) porque Marta arroja luz sobre urgencias del siglo y lo hace con la más poderosa de las armas: el sentido común expresado con su prosa brillante. Hablamos con ella vía correo electrónico sobre esas dos publicaciones llenas de matices, reflexiones y frases lapidarias que hacen disfrutar y pensar.
En La moda justa (Anagrama) sitúas la supuesta «democratización del estilo» como el inicio del fin. ¿La fast fashion fue el punto de inflexión que trajo estos lodos de prendas casi desechables que duran tan poco en los armarios?
Sí, hubo un cambio de mentalidad. La ropa nunca había sido desechable. Al revés, cuidarla y lucirla y heredarla era un orgullo. La idea de que puedes tirar algo cuando te cansas de ello es perversa y nos maleduca. Lleva a una relación disfuncional con lo que poseemos: algo debe ser abandonado no porque no sea útil sino porque ya no es tendencia, porque no tiene un valor social.
«Solo usamos el 20% de nuestro armario». Dices que este dato te obsesiona.
Eso dicen los estudios. ¡Yo creo que usamos incluso menos! No sé si has ido alguna vez de vacaciones y has viajado con poquísima ropa. Y te has puesto cada día lo mismo, y te has dado cuenta de que a todo el mundo le importa un pito, sobre todo a ti, y que incluso mola. La repetición es muy placentera. Con la mitad de la mitad de lo que tenemos nos sobra, y aún así seguimos comprando y equivocándonos, incorporando prendas que no tienen nada que ver con nuestro estilo de vida. Por eso existe esa expresión de «ir de compras a nuestro propio armario», redescubriendo prendas y combinaciones y rotando todo lo que guardamos.
Es complicadísimo decidir qué comprar cuando es el deseo el que guía. ¿Qué podríamos hacer para empezar?
Bueno, madurar y evolucionar pasa por no dejarse guiar por el capricho gratuito. Con la edad es más fácil elegir mejor. Una cosa es buscar el placer como prioridad vital y otra es dejarse llevar siempre por los impulsos. Como ciudadanos tenemos una obligación moral de informarnos y saber qué hay detrás de las marcas que compramos. Si todo eso te importa un pito te va a ir fatal en la vida, porque te van a engañar una y otra vez y te van a vender mala calidad.
¿Confías que las nuevas generaciones profundicen en la segunda mano, o se trata de una forma más de consumo?
Ese cambio de mentalidad es volver a lo que pensaban nuestros abuelos —tener poco y bueno—, y es deseable en todas las generaciones. Mi apariencia me importa tanto como cuando era joven, pero ya no entro en el juego de tener que parecer nada. La segunda mano —aunque menos dañina porque es dar un uso a algo que ya existe y que no consume más recursos— sigue siendo una compra. Y el cambio de mentalidad clave es entender por qué hay que dejar de comprar y liberarse de la rueda del consumo.
Eres usuaria de la ropa hecha a medida. ¿Es hora de volver a lo pequeño? ¿Piensas que es un modelo al alcance de todos?
Perdón por la simplificación, pero en el 90% de los casos lo pequeño es mejor que lo grande. Permite una cercanía y un diálogo imposible con la multinacional. La palabra «asequible» siempre necesita un contexto. Camisa de sastre a medida, 200€, uso de diez años. Camisa de Zara, 30€, uso de dos años hasta que queda hecha un trapo. O no: te sale una camisa buenísima, y la usas veinte años. Lo que no tiene ningún sentido es gastarse la misma cifra de una sentada en cinco prendas absurdas (tendenciosas, incombinables, mal hechas, enclenques) que la misma cifra en una prenda bien hecha. Y luego está el placer de ver desde cero el proceso de ver construir una prenda única en el mundo, algo que solo tienes tú. La sastrería es un arte, y al menos una vez en la vida todos nos debemos ese placer. Cuesta lo mismo que una de esas escapaditas bobas de finde (odio la palabra escapadita y la palabra finde), y el placer se prolonga por muchos más años.
¿Qué te reconforta de la escritura, y sobre qué disfrutas más escribiendo?
Me gusta compartir todo lo que admiro, es importante hablar de las personas y marcas que hacen las cosas bien. Aunque casi nunca cuento nada de mi intimidad (familia, pareja) no me cuesta nada explicar cómo me siento, intentando esquivar el drama y la cursilería. Compartir el desastre y la maravilla que somos, la vulnerabilidad, la valentía. Me gusta mojarme y cambiar de opinión. Escribir tiende puentes entre las personas. Lo único que no me interesa absolutamente nada es la política.
Tu anterior libro, Agua y jabón (Terranova), es una madeja apetecible de referencias literarias y artísticas que aviva la curiosidad del lector. Un diletantismo que va de Josep Pla a Serge Lutens. ¿Cuáles son tus imprescindibles si tuvieras que encapsular tus gustos para que alguien los abriera en el futuro?
Uy, esto me flipa. Una cápsula del tiempo. Es que si empiezo no acabo. Sería una cápsula europea, mediterránea y barcelonesa. El pequeño cohete blanquirrojo de Tintín, cualquier perfume de Frédéric Malle, un plato de Sargadelos, una bufanda de Teixidors, un 7” de Mina, caramelos de malvavisco de La Colmena, un cómic de Snoopy, una foto de mi familia con nuestro primer perro, una corbata napolitana de mi novio, El Quadern Gris de Pla, una servilleta de Can Vilaró, un Corriere della Sera, un Financial Times, una blusa de Yves Saint Laurent, un DVD de Succession, un jersey de lana islandés, una pluma de gorrión, una revista de Franco Maria Ricci, varios libros de Anagrama y Acantilado, la foto que nos hicimos con mis editores de Terranova en Il Giardinetto, una carta de amor, una estampita de San Antonio Abad, la chuche esa que se llama Fresquito, un pañuelo de algodón de mercería de barrio, una ramita de romero…
«Cuando un lugar cierra, sella una cámara egipcia de olores y sabores». Esa frase de Agua y jabón se podría aplicar a cualquier negocio desaparecido que ha sido parte de nuestra experiencia vital. ¿Qué había en ese modo de hacer que debería conservarse hoy?
La mayoría de negocios eran de su propietario, y una cuida especialmente aquello que ha construido uno mismo o su familia. Los empleados también lo sentían como propio. Hoy cuesta encontrar esa ética del trabajo que entiende que la prosperidad del negocio es tu propia prosperidad. Los lugares únicos, los que nos dejan realmente huérfanos cuando cierran, son espacios con carácter, con una cierta mala leche. Un lugar donde no se te admite inmediatamente, donde hay que ganarse la confianza a cada visita. Y donde tampoco hay una excesiva familiaridad, que a mí personalmente me incomoda. Una distancia cordial, un servicio eficaz y un producto excelente es la receta infalible para enamorar para siempre a un cliente. Muchas tiendas pasan por nuestra vida, y solo nos acordamos de unas pocas que propiciaron una conversación, un trato humano y un intercambio de conocimiento.