Santiago Beruete.

Primero con Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines y ahora con Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos (ambos editados por Turner), Santiago Beruete (Pamplona, 1961) ha sacado la filosofía del academicismo y la ha plantado en la tierra. En ambos libros riega nuestra adormilada mente para hacernos reflexionar, para que enfoquemos con otra mirada, aspectos obvios de nuestra existencia que por lo que tienen de ello nos acaban pasando desapercibidos, cuando nos pueden ayudar a mejorar nuestras vidas.

Con erudición, talante crítico, habilidad literaria, humor, apelando a la carpeta de la curiosidad que tenemos en el cerebro, sin adoctrinamientos y sin renunciar a las enseñanzas de los clásicos, Beruete nos hace pensar (y mucho) sobre nuestra relación con la naturaleza y cómo si se recondujera aumentaría el bienestar general.

Verdolatría tiene poco más de 300 páginas, pero sus enseñanzas se proyectan con tal intensidad (cada capítulo está acompañado de una extensa y apetitosa bibliografía) que su lectura (y su invitación a la relectura una vez se llega al final) acaba convertida en una clase magistral infinita que nunca nos debería dejar de acompañar.

Verdolatría tiene como subtítulo «La naturaleza nos enseña a ser humanos».

Yo soy un gran aficionado al montañismo, al senderismo, a los huertos, a los jardines, mi vida ha estado siempre muy cerca de la naturaleza. Y creo que es una obviedad que el contacto con ella es benéfico. En este libro he intentado ir un pasito más allá y con mi vocación filosófica demostrar que la naturaleza puede ser una buena maestra del pensamiento. Y del mismo modo que extraemos de las plantas principios activos para obtener fármacos y medicinas con las que poner remedio a los males del cuerpo, yo creo que también podríamos obtener de las plantas valiosas lecciones sobre esa ardua ciencia del saber vivir bien de la que hablaba Montaigne. Eso es un poco el libro. Jugar mucho con las metáforas vegetales, pero intentando también llegar al corazón de la filosofía.

Das clase en un instituto de Ibiza.

He hecho muchas cosas en mi vida, he tenido diversos tabajos, he montado empresas, pero he vuelto siempre a las aulas porque realmente me gusta mi profesión. Verdolatría y Jardinosofía forman parte de una trilogía y el tercer libro, que es con en el que estoy trabajando ahora, es sobre la educación. Soy un profesor bastante vocacional, confío mucho en la educación, creo que es uno  de los pilares de la democracia y uno de los campos donde hay más esperanza para la transformación. La educación es una manera, también, de practicar la jardinería. En Verdolatría hay un capítulo, El oficio de jardinopeda, que habla de la historia de la pedagogía, pero también de cómo estos valores, esta actitud de ética del cuidado, del ensimismamiento, de cuidar de otro ser vivo, proyectado a la educación tiene una dimensión potente y, también, transformadora de la sociedad.

Estas son tus intenciones, pero ¿los alumnos son receptivos?

Lo que pretendo es abonar el terreno, darles un humus, fertilizante (risas) y dejarles después a su suerte. Como en todo, hay que sembrar para recoger. Me alegra mucho que, de vez en cuando, aparecen por el centro chavales a los que les di clase hace años, con los que en su momento tuve mis más y mis menos, incluso momentos de conflicto, y ahora son, digamos, amigos. La editora se sorprende que allá donde vamos, sea Palma, Barcelona, Madrid, aparece un antiguo alumno. Y eso es muy gratificante para mí.

Todos los capítulos tienen un inicio que atrapa de inmediato al lector y acaban con una amplia bibliografía sobre el tema tratado. ¿Cómo te planteaste la estructura del libro desde un punto de vista más literario?

El libro tiene tres fuentes. Una, para cerrar lo que hablábamos antes, yo doy clase de Filosofía a chicos de Bachillerato y abordar algunos temas como la muerte, el amor, el juicio a la libertad,… de manera teórica se hace muy árido. Así que empecé a introducir anécdotas, comentarios, muchas veces relacionados con las plantas o los jardines, y comprobé que les enganchaba. Esto fue una fuente de inspiración y un banco de pruebas para el libro.

Dos, yo me he dedicado toda la vida a escribir narrativa, poesía, cuentos, … y creía muy importante trasladar las estrategias de la narrativa, e incluso de la poesía, al pensamiento, porque es la única manera de que este sea fresco. Humildemente intento transmitir esta especie de gozo de pensar creativamente. Mi objetivo es que el lector experimente de una manera vivencial la alegría de pensar y de atreverse a ir más allá de las convenciones.

Y tres, intento responder a las preguntas eternas de la filosofía. ¿Qué puedo saber? ¿Cómo debo actuar? ¿Cómo vivir? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué significa el ser humano? Son las preguntas que, según muchos de nuestros filósofos contemporáneos, debe atender la filosofía si quiere tener vigencia en el siglo XXI.

Estos serían los tres pilares del libro: el pensamiento experiencial, las estrategias narrativas al servicio del pensamiento y volver a los puntos cardinales de la filosofía.

Escribes en Verdolatría: «Pasearse por el jardín ya no significa únicamente estirar las piernas y oxigenar los pulmones sino también observar y actuar, interrogarse a uno mismo y entablar un diálogo con el paisaje». ¿Hemos olvidado el placer del paseo por el jardín? ¿Por qué existe esa necesidad de instalar columpios, zonas recreativas, bares, en cualquier jardín o parque, dificultando así ese paseo del que hablas?

Rosario Assunto, un filósofo italiano así muy esteticista, decía que un jardín no es una zona verde, es un espacio para la contemplación, para la meditación, para entrar en uno mismo. No es una zona de recreo y esparcimiento y de columpios, es otra cosa. Y si no, confundimos los términos. Yo, sin ponerme tan estupendo, creo que los jardines tienen esa vocación meditativa de viaje hacia dentro, es un itinerario mental lo que se hace al pasear por uno de ellos. Y esta dimensión del jardín es muy importante. Nos ayuda a pensar con las piernas.

En otros pasajes del libro dices que «nos resistimos a considerar inteligente a un ser vivo sin cerebro ni corazón. Pero dependemos de las plantas en tantos sentidos que sería no solo erróneo sino también ingenuo considerarlas como formas inferiores de vida. Sin su provisión de alimento y oxígeno simplemente no existiríamos» y que «si mañana mismo ocurriera una fatídica catástrofe y los seres humanos desaparecieran de la faz de la tierra, las plantas ni se inmutarían; pero si fuera al contrario, nuestra especie no viviría para contarlo». ¿Por qué no tenemos interiorizado algo tan obvio?

Una de las cosas que he intentado con el libro es corregir esa tendencia, muy natural, a olvidarnos de lo evidente. Y una de las cosas más evidentes es que no estamos solos y que, además, compartimos el planeta con muchos otros seres vivos de los que más de un 90% de ellos, por no decir el 99%, son plantas. Un hecho en el que nunca se insiste lo suficiente es que todas las formas de vida están conectadas en un incesante diálogo del que nunca acabamos de saberlo todo. Este era un objetivo, digamos, prioritario, y por otro lado, con Verdolatría pretendo que sea como el primer indicio de un cambio de mentalidad, del anuncio de un nuevo mundo post-antropocéntrico que nos aguarda. Vivimos en un mundo muy antropocéntrico, el Renacimiento supuso el antropocentrismo para liberarnos del teocentrismo. Y ahora toca el momento de descentrarnos, de ensimismarnos, está pasando no solo en el campo de la botánica, también, por ejemplo, en el de la zoología. Hay unas publicaciones increíbles de autores que nos están recordando que no solo los animales tienen emociones, sentimientos e inteligencia, sino que están hermanados con nosotros de mil maneras. Esta es la revolución del siglo XXI, el post-antropocentrismo.

A partir de la anécdota que cuentas en el libro de un jardín vertical que compras en un bazar chino, introduces un concepto muy interesante, el de «mantener viva la ilusión de lo que todavía no es, pero podría ser», que podría entenderse hasta como una crítica del capitalismo.

He leído mucho a Marx y a la izquierda, pero no me considero un marxista ortodoxo, pero sí veo que la crítica más feroz al capitalismo viene por esa corriente de la vuelta a lo básico, a lo elemental, a la sobriedad, y entre ellas la vuelta al huerto, a la naturaleza. Diría que Jardinosofía, aunque casi nadie lo vio así, era en realidad un libro sobre la historia de la utopía, porque las utopías se han trasladado siempre, se han visualizado, a través de los jardines. Esta era una idea fuerte, pero encubierta, de aquel libro. Los seres humanos cuando han querido visualizar el paraíso, o un mundo mejor, o las visiones de un mañana más atractivo, siempre han acudido a la iconografía del jardín. Los jardínes han jugado un papel importantísimo en las utopías clásicas, como en el libro Utopía de Tomás Moro o en La Nueva Atlántida de Bacon, y después han seguido secretamente esa línea. Los jardines han sido, pues, una manera de visualizar esos mundos mejores. Y esa idea también está en Verdolatría. Es como si el afán de retornar a la naturaleza se confundiese con el deseo de escapar de la realidad y la añoranza del pasado con el anhelo de un mundo mejor. Y esa contradicción está presente en los dos libros.

Eres bastante pesimista sobre el futuro del planeta y de los seres humanos. Hablas textualmente de «urbe global distópica, agotada por una epidemia de soledad». ¿Que podemos hacer, individualmente, cada uno de nosotros, para detener y corregir eso?

Lo que estoy proponiendo, enfatizándolo, es volver a la ética ilosófica del dialógo. Me viene a la mente una anécdota de Antístenes, que fue discípulo de Socrates y fundador de la escuela cínica. Cuando ya era un anciano venerable le preguntaron para qué servía la filosofía. Se quedó meditativo, se reconcentró y afirmó, sin titubear, algo que a mí me parece que encierra la esencia de la filosofía más genuina: La filosofía me ha enseñado a hablar conmigo mismo.

Conectarse con uno mismo, conectarse con los otros, mantener un diálogo, la frase de Antístenes encierra un poderoso mensaje, dice más que cualquier tratado grueso. Vivimos en un mundo superpoblado de palabras, pero cada vez resulta más difícil un genuino diálogo. Y esta es una manera de vencer ese cerco de soledad que se va extendiendo como una mancha de aceite en las ciudades. Es paradójico, pero vivimos más concentrados en las ciudades, pero más aislados unos de otros. Ciudades megalópolis y personas viviendo individualmente en pequeños apartamentos. El otro día leí que en París la mitad de la población ya vive sola.

Santiago Beruete.

En Verdolatría hablas de como en Nantes han dejado crecer las malas hierbas, han optado por no someter a la naturaleza a las necesidades humanas. En otro fragmento del libro apuntas que «en algún punto del camino hemos tomado un desvío y nos hemos alejado tanto de la naturaleza que ya no percibimos como aberrante el hecho de que dos manzanas sean tan iguales como dos piezas salidas del mismo troquel». ¿Idealizamos la naturaleza como algo en lo que prima lo bonito, donde no hay lugar para la fealdad de las malas hierbas y donde importa más la apariencia de una manzana que su sabor?

Es un aviso para caminantes porque la idealización de la naturaleza puede llevar, precisamente, a lo contrario de lo que pretendemos. Las manzanas iguales y los paisajes envasados y de tarjeta postal. Veneramos la naturaleza, pero estamos en guerra con ella. En las sociedades tecnocráticas nos fascina lo verde, pero estamos siempre participando en su destrucción. Me viene a la cabeza algo que hablaba hace poco con un amigo, que nos resistimos a vivir por debajo de nuestras posibilidades.

Y respecto a Nantes, una ciudad que adoro, es como un laboratorio botánico, hay una gran concienciación medioambiental y utilizan las malas hierbas, que hay que decir que es una categoría puramente arbitraria porque qué es mala hierba o no.

El otro día saqué a mis alumnos a dar una vuelta en plan peripatético y fuimos por las antiguas murallas de Ibiza. En estas fechas están llenas de alcaparras. Les hice que se fijaran en la flor de la alcaparra, es más exquisita que cualquier orquídea, es de una sofisticación increíble. Crece silvestre, pero no acepta fácilmente ser cultivable. Crece lejos del suelo, sobre las piedras antiguas, en las murallas, colgada en los muros de edificios antiguos. Ibiza está plagada. Según cuenta una leyenda porque cuando se destruyeron los huertos medievales para construir las murallas renacentistas, una bruja les echó la maldición de que les podrían quitar las tierras, pero no podrían salvarse de esta maldición vegetal. Lo cierto es que el concepto de malas hierbas es un concepto totalmente arbitrario y tiene que ver con la posibilidad de domesticarse o no, por eso, quizás, también sea una invitación ética a mantener una cierta resistencia a esa domesticación.

¿Crees que ese modelo de Nantes, de dejar crecer las malas hierbas «sin ser combatidas con pesticidas, en un intento de descontaminar el aire, prevenir la polución del suelo y evitar la erosión pluvial» sería extrapolable a alguna ciudad española?

En España tendría difícil aceptación. Se necesita educación para ello, pero también una narrativa que la haga atractiva. Una cosa que han hecho muy bien en Nantes, y que yo intento trasladar aquí poniéndole poesía y literatura, ha sido colonizar el imaginario de la gente. Narraciones, como digo, atractivas, que movilicen las fuerzas luminosas, las fuerzas del eros. En Nantes, por ejemplo, utilizan las malas hierbas para hacer pequeñas instalaciones artísticas, pequeños minijardines, bromas, comentarios, divulgación científica, en definitiva las acompañan de un relato atractivo. Y como vivimos en una sociedad en la que la imitación de modelos está a la orden del día, si Nantes es capaz de vender esta idea, eso se acabará copiando.

En el libro recoges el caso de Detroit y de cómo ha resurgido gracias a la agricultura urbana, a apostar por energías renovables, por el reciclaje de residuos,…. Pero se hizo cuando la ciudad tocó fondo en todos los sentidos, más por supervivencia que por convicción. ¿Por qué hay que esperar al desastre para reaccionar? ¿Por qué el ser humano no es más inteligente?

(Risas) Muy buena pregunta.  El caso de Detroit es emblemático, es la materialización de un sueño, de una revolución verde pero a partir de la catástrofe en todos los terrenos, económico, social, … Solo cuando han tocado fondo han encontrado la manera de resurgir. Es un buen hito de una nueva ilustración ecológica. Un hito un poco fundacional de una nueva mentalidad que se inspira en la agroecología. Con los años, la historia de Detroit será tan mítica y tan emblemática como la de la construcción de Versalles o Central Park.

Dedicas un estupendo capítulo, Guía de Campo del Turista Espiritual, a las terapias del alma.

Os recuerdo que vivo en Ibiza, que es el paraíso de esas terapias espirituales. Este libro intenta, con cierto humor y cierta sutileza hacer una defensa formal y seria de la filosofía, pero no desde el lado académico, especialista, erudito o experto. La filosofía ha abandonado esa parte práctica de ayudar a las personas. Epicuro decía que la filosofía no valía nada si no ayudaba a mejorar los males del ser humano. Ese espacio lo han ocupado pseudociencias, vendedores de humo, alternativas falsamente espirituales. Esos turistas espirituales podrían estar en la filosofía, se sienten atraídos hacia un pensamiento que podría ser filosófico, pero se desvían por los caminos de las pseudociencias más increíbles. Ibiza es un escaparate mundial. A veces digo que es la capital mundial del narcisismo espiritual.