Foto: Laura C. Vela

Mi nombre es Sabina Urraca. Soy escritora, editora e imparto talleres de escritura. También escribo textos de exposiciones, escritos para encantar y desencantar casas, poemas en rima para amigos y canciones para enviar por whatsapp. He escrito algunos libros. El primero fue Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017), después vino Soñó con la chica que robaba un caballo (Lengua de trapo, 2020), Cha cha chá (Dueto) (Comisura, 2023), un libro híbrido con fotos de Bego Antón, y El celo (Alfaguara, 2024), que ha salido hace poco. Además de esto, he publicado muchos textos en antologías, así como reportajes, entrevistas, columnas y ensayos en medios como El País, el Cultural o Cinemanía. 

¿Somos los que leemos?

Somos lo que hacemos. Aunque creo que, sobre todo, nos guste o no, somos lo que hacemos cuando nadie nos mira. Y eso es precisamente lo que más me interesa de los personajes literarios.

Un libro de tu infancia:

Muchísimos. Los leí por primera vez en mi infancia, pero los conservo en mi biblioteca actual y vuelvo a ellos en momentos de gran cansancio del mundo: El paquete parlante, de Gerald Durrell, Mister Magnolia, de Quentin Blake, Boy (Relatos de infancia), de Roald Dahl, Heidi, de Juana Spiry, que —más allá de su final evangelizador— es una historia preciosa sobre la fidelidad al salvajismo propio, lo incontenible de uno mismo, el lugar en el mundo.

Un libro de tu juventud:

Las cosas, de Georges Perec. Tenía trabajos horrorosos, robaba bastante en grandes superficies porque ya estaba obsesionada con lo que casi todo el mundo: poseer lo que no se puede poseer. Este libro me llegó como un bálsamo que corroe, con sus listas de cosas maravillosas que los protagonistas desean y pocas veces tienen. Hace poco, revisando mis lecturas favoritas de la infancia y la juventud, me di cuenta de que muchas tienen un punto en común: en casi todas hay listas de objetos. 

Un libro actual:

Un puñado de flechas, de María Gainza y Biografía de X, de Catherine Lacey. Me fascinan tanto estas dos escritoras que estoy leyendo sus últimos libros al mismo tiempo. María Gainza durante el día, Catherine Lacey antes de dormir. 

Un libro de siempre: 

Mi biblia son los Cuentos completos de Lydia Davis. Han pasado casi diez años desde que los leí por primera vez y sigo enamorada como el primer día. Lo tengo marcado con papelitos para saber dónde encontrar el versículo que necesito cada día. Admiro a Lydia Davis por, entre otras muchas cosas, la confianza y la falta de miedo ante la propia rareza. Un solo vistazo a alguno de los textos suyos que ya me sé de memoria me inyecta una energía llena de calma: puedes escribir lo que te dé la gana, no tengas miedo a no ser comprendida.

Un libro por leer: 

Los diarios 5 y 6 de Chirbes que me quedan o el único libro de Natalia Ginzburg que me queda por leer (Todos nuestros ayeres). En general, llevo muy mal el momento en el que soy consciente de que ya no me va a quedar nada por leer de un escritor que amo y que ya no vive. Por suerte, soy una obsesa de la relectura, pero algunas veces alargo el momento de leer la última obra, lo que me falta. Procrastino el mazazo de saber que ya está, que se acabó. 

Un libro que no pudiste acabar de leer: 

Los cuentos de Mariana Enríquez. Me los dosifico. Sólo puedo leerlos si sé que voy a dormir en casa con mi pareja. Si tengo viajes de curro y la necesidad de dormir bien, con la luz apagada, sin sobresaltos, tengo que aparcar la lectura. Así que voy muy poco a poco.

Un libro que te gustaría haber escrito: 

Algunos de los cuentos de Lydia Davis y Sistema nervioso, de Lina Meruane. También guiones: el de Canino, de Yorgos Lanthimos o Lazzaro felice, de Alice Rohrwacher. 

Un libro que te gustaría que existiera: 

Me gustaría que hubiese más libros de gente que no sabía o que no sabe escribir. No me refiero únicamente a personas analfabetas (aunque también, por supuesto), sino a gente que no tenga la disposición de sentarse a escribir, pero posea historias que merezcan permanecer por escrito, convertirse en un libro. Querría que surgiera con fuerza la figura del editor como entrevistador o canal transcriptor de vidas o historias de los que nunca van a escribirlas. La figura de este transcriptor/editor sería una mezcla entre periodista, etnógrafo, quizás biógrafo. Pero en la portada del libro aparecería el nombre del dueño de la historia. El editor, en letra pequeña, sería un buscador, encontrador, transcriptor y, entonces ya sí, finalmente editor del texto.

Tres cosas que te gustan más que leer:

Hablar, escuchar, imaginar historias sin llegar a escribirlas. Escuchar historias de la gente, incluso de gente desconocida que habla en la calle o en el transporte público, o a veces simplemente observar al otro, me devuelven al centro, a lo que me importa. Si lo he olvidado, vuelvo a recordar por qué escribo, qué es lo que me apasiona. Lo mismo me pasa hablando y escuchando a mis amigos, grandes contadores de historias. El proceso anterior a la escritura, esos momentos cotidianos en los que de pronto surge un chispazo, una idea, se ve algo que evoca o inspira, se logra la solución a un texto, es casi lo que más disfruto en el mundo. Ese garabateo nervioso de una idea fugaz, tener que detenerme en la calle y dictar el fogonazo de luz a las notas del móvil, me gusta muchísimo más que la escritura en sí misma.