Tributo a Blenholt es como si Historia de una escalera la hubiera escrito John Dos Passos. Más o menos. Si esto fuera twitter, no añadiríamos nada más. Pero con tanto espacio por delante, no está bien desaprovecharlo.

Daniel Fuchs (Nueva York, 1909-Los Ángeles, 1993), su autor, fue además de escritor, colaborador en prensa (The New Yorker, Saturday Evening Post) y guionista. Podéis encontrar su nombre en los créditos de, por ejemplo, El abrazo de la muerte (Robert Siodmak, 1949) o Pánico en las calles (Elia Kazan, 1950), donde adaptaba un libreto de Richard Murphy. Pero si se ganó un lugar en los libros de historia fue por el Oscar que ganó con Quiéreme o déjame, un Charles Vidor del 55 con Doris Day y James Cagney.

Para indagar más sobre su relación con el cine, nada mejor que leer Historias de Hollywood, editado por Gallo Nero. Pura adicción.

Con Tributo a Blenholt (Automática Editorial), viajamos a la comunidad judía del Nueva York de los años treinta. Max Balcan es un soñador ambicioso que espera dar el gran golpe con alguna de sus increíbles ideas. A su alrededor gravitan satélites que confían poco en él como su novia o su madre, un par de amigos que viven en su galaxias particulares (el alcohol y las apuestas en el caso de Coblenz y las diferentes lenguas del planeta en el de Munves, un etimologista entregado en cuerpo y alma al estudio) y el Blenholt del título, un mafioso ya fallecido al que admira y envidia a partes iguales.

Fue Fuchs en el que en una ocasión, y después de reconocer que Chejov, Isaak Bábel y Hemingway marcaron sus primeros pasos juntando letras, el que apuntó como principal influencia a la hora de escribir su trilogía judía (Summer in Williamsburg, este Tributo a Blenholt y Low Company) a los vodeviles. Y es fácil encontrar su rastro en el libro que nos ocupa. Tramas cómicas, enredos, líos amorosos y un ir y venir constante narrativo que no se detiene ni para respirar. Si alguien dijera que Gregory La Cava rodó una película sobre las catastróficas desdichas de Max Balkan nadie sospecharía del embuste.

Tributo a Blenholt (aplauso para Automática por su edición, traducción generosísima de Enrique Maldonado, portada ilustrada deliciosa de Natalia Zaratiegui) discurre como la vida misma, con sus baches (las historias de los niños) y sus alegrías (el pasado del padre, el micromundo de las apuestas) literarias. La novela captura una realidad concreta, como si en lugar de escrita hubiera sido fruto del clic del objetivo de una cámara, pero con la perdurabilidad de las buenas historias. A lo largo del libro subyace la lucha del individuo por no plegarse a las exigencias de la sociedad y aceptar sus reglas del juego, aunque eso conlleve consecuencias como las que está pagando el padre disfrazado, a su edad, de payaso, repartiendo publicidad en la calle. Pero Fuchs huye del panfleto y al supuesto héroe soñador le incluye el bonus track de su desmedida ambición económica a la que el propio sistema le conduce. La doble cara se la aplica a todos los personajes, y eso amplifica la veracidad de lo que nos cuenta, y la voracidad con que el lector pasa sus páginas.