Elena López Riera en el rodaje de «El agua».

Orihuela, como ya ocurría con sus cortos, es el lugar donde se desarrolla El agua, la ópera prima de la alicantina Elena López Riera, que se ha podido ver en la Mostra de València dentro de sus Sesiones Especiales, y que estuvo presente en el último Festival de Cannes.

Una leyenda de esta localidad de la Vega Baja del Segura es, precisamente, la que articula todo el film. Una creencia popular según la cual algunas mujeres están predestinadas a desaparecer con cada inundación porque tienen el agua dentro y el río las llama.

López Riera combina ficción con documental, realismo con fantástico, en una historia que gira en torno a los deseos y frustraciones de una adolescente y a su relación con su familia (su madre y su abuela) y su pareja. La cineasta mezcla en el reparto, actrices profesionales como Bárbara Lennie y Nieve de Medina con no profesionales como Luna Pamies o Alberto Olmo.

¿Por qué El agua

Quería hablar de toda la relación, así un poco compleja, que hay con el agua en mi pueblo, Orihuela, en la Vega Baja, en realidad en toda la Comunidad Valenciana, porque se necesita mucha agua para cultivar, pero al mismo tiempo se tiene sequía y cuando llueve ya sabemos lo que pasa. Justo ahora se están cumpliendo cuarenta años de la inundación de la presa de Tous. Me acordaba, también, de la riada del 87. Quería hablar de toda esa relación y por el tema que quería tratar sabía que necesitaría más de 25 ó 30 minutos, no podía ser un corto, bastante pronto entendí que era un proyecto un poco más ambicioso. 

Repasando todos tus trabajos cuesta diferenciar entre cortos y largo porque más allá de la distinta duración lo que van conformando es una filmografía conjunta y coherente. No parece que utilizaras el formato corto como aprendizaje o como paso previo a la película larga.

Eso que dices es muy buena noticia para mí, la verdad (ríe). Porque no me corresponde a mí analizar mi propio trabajo. Pero me gusta esa idea de que todo se vea como un trabajo un poco continuo y, en cualquier caso, con el mismo respeto, independientemente de cuál sea la duración. Obviamente un largometraje, por una cuestión económica, de tiempo, de inversión, de presupuesto… demanda más en todos los sentidos que los cortos. Pero, pero desde luego, desde el punto de vista artístico, por mi parte y por el respeto que le debo a cada trabajo, para mí es igual. De hecho ahora estoy preparando otro corto (ríe), al final depende del tipo de proyecto, él te va marcando cuáles son las dimensiones del mismo.

Es una película que va cambiando narrativamente a medida que avanza el metraje. Comienza de una manera, dijéramos, más tradicional, para ir girando hacia una propuesta más mágica o fantástica. ¿Es intencionado?

Sí, aunque hablar de intenciones siempre es complicado, porque todo lo que te propongas luego, afortunadamente o no, la vida lo desordena. Y mucho más lo que va a recibir un espectador o una espectadora. Ojalá supiéramos qué es lo que la gente percibe o cuál es la fórmula secreta. Pero lo que sí que tenía muy claro era que me interesaba jugar con diferentes códigos y lenguajes, poner en tensión esas fronteras y no decir esto es documental, esto es ficción, esto es fantástico, esto es tradicional, esto es moderno, entre otras cosas porque estamos en un momento en el que se mezcla un poco todo, donde hay un montón de relatos audiovisuales que colisionan todo el día, porque estamos todo el día enganchados a una pantalla, sea de móvil, sea de ordenador, sea de televisión. Y esas fronteras cada vez se están diluyendo más, eso en lo contemporáneo, y luego ya en lo tradicional, que creo que la película le debe mucho, están la literatura oral y las tradiciones del cuento que son con lo que me he criado yo, de mi abuela, de mi tía, de mi madre. En esa tradición no se diferenciaban mucho los géneros y es algo que me gusta mucho, siempre me ha interesado y, de hecho, no entiendo muy bien porque el cine hace tantos esfuerzos por diferenciar los géneros. 

En ese sentido, ¿fue difícil cohesionar esa narrativa más tradicional, otra más fantástica, una tercera documental, y hacerlo además con imágenes tan distintas como las rodadas en la película misma, las que proceden de informativos de la televisión u otras grabadas con móvil? ¿Hubo cierto temor a que si no lo resolvías bien quedara como un pastiche?

Sí, claro que tenía y tengo miedo. Porque habrá gente a la que le parecerá un pastiche y gente que no. Hay que ser también consciente y realista de que por mucho que una quiera no se puede gustar a todo el mundo, que a mí me encantaría que le gustara a todo el mundo, no soy de esas personas que les da igual lo que piense la gente, ni muchísimo menos (ríe). Pero claro, no lo puedes saber. El miedo siempre está porque es un reto, pero es lo que me interesaba, no me resultaba interesante hacer una película que ya estuviera hecha. A mí, como cineasta, me parecía más interesante explorar cosas nuevas. Al final una peli es como una carta y con eso te comunicas con la gente que está ahí fuera. Decidí invitar a la gente a pensar las cosas de otra manera. Demostrar que los lenguajes también se pueden re-trabajar, que las historias se pueden reescribir. Para mí eso era un reto mucho más interesante que hacer una película muy codificada. Eso es lo que a mí, personalmente, me ponía, pero no significa que esto sea lo que hay que hacer. 

¿Trabajaste con un guión muy cerrado?

Escribí bastante con mi coguionista Philippe Azoury, que también participa como actor en la película. Escribimos una historia que tiene una parte, digamos, más tradicional, entre comillas, que es la narrativa de esos personajes de ficción que viven en ese pueblo y que esperan la tormenta, pero en un tiempo suspendido, porque tampoco es que pase nada al principio súperexcitante. Y luego, poco a poco, fuimos integrando cosas que nos daban las propias personas que participan en la película, que la mayoría son no profesionales. Y después también sucedió que cuando ya habíamos escrito el guión, llegó la DANA de 2019 que no nos imaginábamos que iba a pasar. Entonces, claro, no podíamos ignorar esa realidad y no ignorarla significaba aprovechar el material que nos daba la gente, todos esos videos que subían en las redes sociales, en directo, de lo que estaba pasando. 

¿Cómo fue el trabajo de dirección con los actores no profesionales? Porque hay momentos de la película (las escenas de la protagonista con sus amigas y amigos, o cuando está con su abuela, a la que da vida Nieve de Medina) en la que la cámara desaparece, se rompe esa barrera con el espectador.

Qué alegría eso que dices. Pero no sé. Es que hablamos de no profesionales, pero yo tampoco lo era, no había hecho nunca una película de ficción (ríe). No sé cómo se hace, no tengo método, no he ido a una escuela de cine, no soy actriz, no soy dramaturga (ríe). Creo que lo hemos hecho con una dosis importante de inconsciencia y temeridad y otra de cariño y de ganas de trabajar sinceramente y de creer en un proyecto donde todas creíamos y un poco haciéndolo como podíamos. Jugamos mucho, pasamos mucho tiempo juntas, no fue tanto aprenderse el guión y los diálogos como estar, estar y generar vínculos que no existían en la realidad, pero que son vínculos humanos que ahora ya existen y eso ayuda a que se generen esos espacios. 

Se intuye un deleite especial por tu parte a la hora de rodar y recrearse con algunos rituales como cuando pintan las alas de una paloma para competir o preparan la masa para los ladrillos. 

A mí es que eso me fascina, todo lo que es trabajo manual. Me emocionan sobre todo los gestos, repetidos generación tras generación, y entender qué varía en cada nueva generación, qué margen hay para que cada nueva generación reinterprete esos gestos o los siga repitiendo casi sin pensar. Hay algo ahí de la gestualidad del trabajo, que es una parte de conciencia y otra de inconsciencia, que a mí me fascina mucho. No hay más explicación que esa, la fascinación de mirar y observar. 

Se suelen mencionar cineastas actuales e internacionales a la hora de hablar de referentes, pero en tu cine se pueden encontrar algunos puntos de conexión con directores españoles clásicos como Carlos Saura o Buñuel ¿no?

Sí, sí. A ver, soy rata de filmoteca (ríe), cinéfila y he sido programadora muchos años. Obviamente, Saura es un referente súperimportante. A Buñuel lo admiro muchísimo, aunque no sé si es referente para mí en la manera de hacer películas. Saura se ha atrevido con cosas que no se atrevía nadie, cuando empezó y ahora también. Ves sus primeras películas y parece que ahora vamos para atrás, que cada vez la industria te pide cosas más ordenadas, menos arriesgadas, joder que no pasa nada si te equivocas en una primera película. Prefiero probar cosas ahora que no dentro de 30 años y en ese sentido, Saura es un referente, en Cría cuervos (1975) me encanta como mezcla lo alegórico y lo fantástico, pero luego está Elisa, vida mía (1976), que tiene una forma de escritura completamente loca y genial. Había mucha experimentación que me da la sensación que se está perdiendo un poco en el cine español. Y como te digo, soy cinéfila y me copio mogollón de cosas. Es súperimportante ver películas para hacerlas. No es imprescindible, pero ayuda. 

En los agradecimientos mencionas a, por ejemplo, Carla Simón, Chema García Ibarra y La tristura. Más allá de porque mantengas con ellos una relación de amistad, ¿tuvieron alguna implicación directa con la película?

Hombre, ¿te parece poco la amistad? (ríe) La amistad es un pilar fundamental para el trabajo y para la vida. Y esas personas, entre otras muchas, me han ayudado y apoyado con varias cosas, con cervezas, con llamadas telefónicas, con apoyo moral. Y en el caso, por ejemplo, de Carla y Chema, nos intercambiamos los guiones. Lo que me gusta de esas personas, como de otras que también hacen cine y están en los agradecimientos como el colectivo lacasinegra, que son como mi familia, es que aunque hagamos cosas muy diferentes, somos capaces de ponernos en el lugar de la otra persona y no intentar hacer la peli en su lugar, sino intentar entender lo que esa persona propone. Y La tristura sí que tiene un vínculo más particular porque Violeta Gil estuvo conmigo ayudándome a preparar a estas actrices no profesionales de una manera poco ortodoxa, como trabaja La tristura. 

El  cartel de la película es fantástico y, además, el mejor resumen imaginable del film sin desvelar nada.

Lo ha hecho una persona a la que quiero muchísimo, Emilio Lorente, un amigo de toda la vida que conocí en València cuando estudiábamos en la universidad y es un gran diseñador gráfico y no lo dudé, me gusta mucho. Él vio la película y propuso cosas. A mí me gusta mucho delegar, trabajar en colectivos. Entiendo que hay gente que sabe más que yo de casi todo (ríe) y si tengo una habilidad en la vida es para rodearme de gente que hace las cosas muy bien, que es una habilidad muy importante. 

¿Qué tiene Orihuela?

Pues no sé (ríe), yo no lo sé, pero a veces te enamoras y no se tiene un motivo por el cual te enamoras de los sitios o de las personas. 

¿Crees que el vivir en Suiza o en Francia condiciona de alguna forma tu manera de hacer cine?

Sin duda. No sé si mi manera de hacer cine, pero sí la de mirar a mi pueblo. Si no me hubiera ido de allí, no tendría esa distancia necesaria para poder recular un poco y ver qué te quedas, con el recuerdo del exilio, igual exilio es una palabra un poco grande, pero saber qué te falta o qué te sobra de los recuerdos de ese lugar súperimportante.