João Nuno Pinto debutó en 2010 con América, una historia muy portuguesa. Un film de esos que capturan al cuarto fotograma, que te hacen apuntar su nombre para no perderlo de vista. Un relato en torno a un grupo de delincuentes que falsifican pasaportes para inmigrantes que sueñan con ser portugueses legales. María Barranco no ha estado nunca mejor dirigida. Ni con Almodóvar. Era un film (el último que rodó el actor Paco Maestre) en torno a la idea de la identidad, sobre todo de los que la buscaban desesperadamente. Nuno Pinto presentó ayer en la Mostra, Sección Oficial, diez años después, su segunda película, Mosquito, y de nuevo con la búsqueda de identidad como motor narrativo.
El cineasta nació en Mozambique, a los cinco años se marchó a Portugal. Les llamaban retornados, pero no entendía nada, él no volvía de ningún sitio. En su país natal es, precisamente, el lugar donde se desarrolla Mosquito. Primera Guerra Mundial, Zacarías, un joven luso, se alista con la intención de ir al frente a París, pero acaba destinado en el continente africano. La historia está inspirada en su abuelo y tiene algo de terapia personal, de querer entender su pasado, eso de la identidad que decíamos antes. Mosquito tiene más traza de road movie, e incluso de western, que de película bélica. Una guerra es lo que ha costado casi poner en pie el proyecto: tres años buscando financiación, dos aplazamientos de rodaje por conflicto armado en la zona, cambio de localizaciones, reescritura de guión, una pandemia después de estrenarse.
En Mosquito todos somos Zacarías (que se va al frente buscando quién es y acaba repitiéndose cómo se llama para no olvidarlo). Así lo ha querido Nuno Pinto. La película adopta su punto de vista, está presente en todas las escenas. Lo que él ve, nosotros lo vemos, lo que él no entiende, nosotros no lo entendemos. João Nunes Monteiro hace un trabajo gigante. El director portugués establece algunas conexiones con su ópera prima (audacia narrativa, esmerada apuesta cromática, halo poético, no juzgar a unos personajes que practican equilibrismo con la ética, hacer convivir idiomas distintos con naturalidad, cierta simbología con los paseos como metáfora de la desesperación o la playa como efímera solución a problemas que no la tienen) que le confieren eso tan difícil de conseguir, el estilo, con solo dos títulos en su filmografía. Ojalá no haya que esperar tanto para el tercero.
Lume es la protagonista de Zana (Antoneta Kastrati), coproducción kosovo-albanesa, que también forma parte de la Sección Oficial de la Mostra y se presentó ayer en los Cines Babel. A Lume no le dejan ser, no puede olvidar de dónde viene y no le interesa a dónde va. Es Zana una película sobre las ausencias, pero con apariciones; de la presión a las mujeres, pero por una sociedad tradicional matriarcal; del poder que ejerce lo sobrenatural y las supersticiones a pesar de haber vivido el lado más cruel de la realidad. Contaron los productores de la película, Miguel Govea y Brett Walker, en rueda de prensa, que la cinta ha tenido mucho de catártico para su directora, que perdió a su madre y a una hermana (otra firma la fotografía en el film) en la Guerra de Kosovo, delante de su casa. Y que el film ha sido un éxito tanto en Kosovo como en Albania.
El 7 de diciembre de 2019, ocho actores (Toni Agustí, María S. Torregrosa, Lorena López, Marta Belenguer, Carles Sanjaime, Carlos Gorbe, Alejandro Velasco y Amparo Fernández) participaron en un experimento cinematográfico, ideado y dirigido por los dos primeros. Sin presupuesto, sin guión, rodando en tiempo real en el interior de un piso, el reparto solo disponía de una breve descripción de su personaje y todo fue improvisado. El resultado es La última cena, que se estrenó anoche en la Mostra, dentro de las sesiones especiales de su programación. La película (valenciana) funciona como si tuviera todo lo que le falta. Ni la presencia de técnicos enturbia la narración y después de la sorpresa inicial de verlos se convierten en invisibles. Los actores se comen la cámara, resuelven giros y réplicas con la misma eficacia que si las hubieran leído en un libreto. La trama (en poco más de una hora que dura solo parece patinar ligeramente en una secuencia sobre el rol de influencer de uno de los personajes), y esto podía ser lo más complicado, no solo avanza, sino que crece sin que naufraguen sus ramificaciones. Nada de experimento cinematográfico, película, así sin más, ni menos.
«Zana» puede verse el jueves 29 (22.30h)
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