Puede que sea algo exclusivo de los valencianos, pero es ver fuego en una pantalla e intentar establecer conexiones. La más fácil es su vertiente purificadora. Y, curiosamente, algo de ello hubo ayer en los tres films que se pudieron ver de la Sección Oficial de La Cabina. En las tres ficciones hay algo de redentor en su aparición, o de salida de emergencia hacia no-se-sabe-bien-donde. En cada uno de los mediometrajes tiene un protagonismo diferente, es más en alguno no pasa de ser algo que pudiera resultar anecdótico. Pero al mismo tiempo, marca un cambio en el rumbo de quien está presente. También los anhelos y decepciones trazan un nexo de unión entre el trío de piezas programadas. Incluso la amistad asoma como otro común denominador.
En Les Mauvais Garçons es la de tres amigos, dos en realidad desde que uno de ellos está a punto de ser padre y ya no le ven. El escenario es, principalmente, un kebab que responde, no de manera gratuita, al nombre de Las mil y una noches. Elie Girard, su director, reconoce que le inspiró, como también El decamerón o El Heptamerón, por lo que tienen de «relatos dentro de relatos«. Entre alusiones a Tinder o Casper, a citas imposibles o amores que se esfuman, a patatas fritas o finales de la NBA, a risas que acaban convirtiéndose en pinchazos incómodos de flato en el alma, el film hace pleno a la hora de inventariar el esqueleto de la amistad. Para Girard, la amistad masculina tiene muy presente «las máscaras de la virilidad» y por eso acaba convertida en «una intimidad imprevista que resulta molesta y da juego para filmarla». Y así lo respira esta cinta que debe a su origen como serie radiofónica la cantidad de diálogo que presenta.
En Lyechen 92 no hay ni un plano que sea casual. Todos cuentan algo, como ese en el que un padre lee el Bild mientras canturrea con su familia antiguas canciones para niños de la Alemania del Este. Tampoco lo es la camiseta de Neiki, imitación de Nike. Ni la de la selección de fútbol de la RFA. Ni la que lleva un niño de Mallorca. Ni los Haribo, los deseos de ir a McDonald’s, el logo de Mercedes, el poster de Guns N’ Roses, la veneración hacia la tele en color o el querer ser punk como corte de mangas al capitalismo. Todo ese simbolismo es tan importante como las estupendas interpretaciones, el guión o la brillante fotografía que nos traslada hasta 1992, a un camping en la localidad germánica del título, en el que el pequeño Mo empieza a percibir las diferencias que existen, sobre todo económicas, entre su familia y la de un vecino, que se estableció en Alemania Occidental. Aunque en definitiva, unos y otros tengan que convivir con la insatisfacción.
Destiny Deluxe, del portugués Diogo Baldaia, es un fado. Con su tristeza inherente, pero también con destellos de luz y la magnitud de sus silencios. La historia sucede en Lisboa, los protagonistas son tres jóvenes golpeados por el desencanto que intentan archivar la urgencia y la desesperación para no caer en la asfixia, aunque eso les lleve a hacer equilibrios entre lo real y lo irreal. Puede que suene a demasiadas cosas y ahí radica el inconveniente del film. La dificultad para asumirlo todo. Da la sensación de que Baldaia ha querido contar mucho, diferente y de muchas maneras, sin renunciar a nada, ni siquiera a ciertos elementos fantásticos y a algunos toques experimentales. Y acaba lastrando a la película porque en lugar de ensartar todo el material se percibe como una suma infinita.
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